LA MÚSICA EN LAS MISAS DEL DOMINGO Y DÍAS DE FIESTA

La música ha tenido siempre un lugar central en la liturgia cristiana. Como el silencio, es un lenguaje que necesitamos para entrar en sintonía con la belleza de Dios, para descubrir su presencia. Caen las prisas, caen los cálculos, como siempre que se trata de amor: cantamos porque queremos tener tiempo para Dios. Y la música, llena de alegría, surge espontánea al tocar la cercanía de Dios.

Ante «el Dios de las sorpresas» (Francisco, Homilía en Santa Marta, 20-I-2014), un Dios que nos sorprende con su novedad -hace nuevas las cosas (Cf. Apocalipsis, 21, 5)-, brotan espontáneas la alabanza y la adoración: el canto y el silencio, que expresan lo que las meras palabras no logran decir. Por eso, la liturgia los reserva para sus momentos más sublimes.

Este es el marco en el que se inscribe la rica creatividad musical de la liturgia: el esfuerzo por entrar en sintonía con la belleza de Dios. «La liturgia es tiempo de Dios y espacio de Dios, y nosotros debemos entrar allí, en el tiempo de Dios, en el espacio de Dios y no mirar el reloj. La liturgia es precisamente entrar en el misterio de Dios; dejarnos llevar al misterio y estar en el misterio» (Francisco, Homilía, 10-II-2014).

La fe «es amor y por ello crea poesía y crea música» (Benedicto XVI, Audiencia, 21-V-2008). No es, pues, la música litúrgica una cuestión de sensiblería o de esteticismo: es cuestión de amor, de querer tratar a Dios con todo nuestro ser. Del mismo modo que echaríamos en falta la música en un momento festivo de la vida, es natural que queramos dar ese realce a la liturgia. Vale la pena poner aquí al menos la ilusión con que se prepara, por ejemplo, la celebración de un aniversario. En la liturgia estamos con Dios, y a Dios le gusta que cantemos, porque a veces con hablar no basta.

La música, en la liturgia, no es un mero acompañamiento u ornamentación, sino que es ella misma oración; no nos dispersa, no se limita a darnos una alegría sensible o un placer estético: nos recoge, nos mete en el misterio de Dios. Nos lleva a la adoración, que tiene en el silencio uno de sus lenguajes privilegiados: «el silencio –nos recuerda el Papa– custodia el misterio» (Francisco, Homilía en Santa Marta, 20-XII-2014). Si la música es de Dios, no competirá con el silencio: nos llevará hacia el silencio verdadero, el del corazón. Los instantes de silencio que prevé la liturgia son invitaciones a recogernos en adoración.

La Iglesia tiene una larga tradición musical. La época del Barroco había vuelto a encontrar una asombrosa unidad entre la música profana y la música de las celebraciones litúrgicas, y había tratado de poner al servicio de la gloria de Dios toda la fuerza luminosa de la música, resultado de ese momento culminante de la historia cultural. En la Iglesia podemos escuchar a Bach o a Mozart, y en ambos casos percibimos, de manera sorprendente, lo que significa gloria Dei, la Gloria de Dios. Nos encontramos frente al misterio de la belleza infinita que nos hace experimentar la presencia de Dios de una manera mucho más viva y verdadera de lo que podrían hacernos sentir muchas homilías (Cf. Joseph Ratzinger, Revista Humanitas. Santiago de Chile).

La música tiene capacidades altísimas de expresar las riquezas de toda cultura. No sólo esto: sino que por su naturaleza puede hacer resonar armonías interiores, despierta intensas y profundas emociones, ejerce un poderoso influjo con su encanto.

Tanto si exalta la palabra del hombre como si da forma melódica a la Palabra que Dios ha revelado a los hombres, como si se difunde sin palabras, la música, como voz del corazón, suscita ideales de belleza, la aspiración a una perfecta armonía que no turban pasiones humanas y el sueño de una comunión universal. Por su trascendencia, la música es también expresión de libertad: escapa a todo poder y puede convertirse en refugio de extrema independencia del espíritu, donde ella canta, aun cuando todo parezca envilecer o coaccionar al hombre. Por tanto la música tiene, en sí misma, valores esenciales que interesan a todo hombre. Por esto, también las obras maestras que la música ha producido en todo tiempo y lugar son tesoro de toda la humanidad, expresión de los comunes sentimientos humanos, y no pueden reducirse a propiedad exclusiva de un individuo o de una nación (Cf. Juan Pablo II, Discurso con ocasión del año europeo de la música, 6 de agosto de 1985).

 La Iglesia ha cultivado y favorecido siempre la música, en cuanto testimonio de la riqueza vital de una comunidad; más aún, ha sido siempre mecenas de ella, bien consciente de su importancia espiritual, cultural y social. Es más, la Iglesia cree e insiste a fin de que en el momento más elevado de su actividad, como es el de la liturgia, el arte musical entre como elemento de glorificación a Dios, como expresión y apoyo de la oración, como medio de efusión de los espíritus de los participantes, como signo de solemnidad que todos pueden comprender. Por estos motivos, se exige, aún, sin discriminaciones de técnicas o estilos, que la música para la liturgia sea auténtico arte, y tenga como finalidad siempre la santidad del culto (Cf. Juan Pablo II, Discurso con ocasión del año europeo de la música, 6 de agosto de 1985).